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«No existe sabio que lo sepa todo, ni ignorante que no sepa nada».


17 de mayo de 2020

El eremita astuto

Quiero compartir con ustedes, un cuento clásico indio sobre el peligro del ego, que me pareció muy interesante. A ver qué les parece.
Hace algún tiempo existió un eremita —una persona que vive sola en un lugar deshabitado, especialmente para dedicar su vida a la oración y al sacrificio  muy peculiar. Sus cabellos eran blancos como la espuma y su rostro aparecía surcado con esas profundas arrugas que delatan más de un siglo de vida. Sin embargo, su mente continuaba sagaz y despierta, y su cuerpo flexible como un lirio. A costa de someterse a toda suerte de disciplinas y austeridades, había obtenido un asombroso dominio sobre sus facultades y desarrollado portentosos poderes psíquicos. Pese a todo, aún no había logrado debilitar su arrogante ego. 
Cierto día, Yama, el Señor de la Muerte, envió a uno de sus emisarios para que atrapase al eremita y lo condujese a su reino. El ermitaño, con su desarrollado poder clarividente y consciente de que la Muerte no era clemente con nadie, intuyó las intenciones de su emisario y, experto en el arte de la ubicuidad, proyectó treinta y nueve formas idénticas a la suya. Cuando el enviado de la parca llegó, contempló, estupefacto, cuarenta cuerpos iguales y, como le fue imposible detectar el cuerpo verdadero, no pudo apresar al sagaz eremita y llevárselo consigo.
El emisario de la muerte regresó junto a Yama, su señor, y le expuso lo acontecido con una gran sensación de fracaso. El poderoso Señor de la Muerte se quedó pensativo durante unos instantes. Acercó sus labios al oído de su mensajero y le dio algunas instrucciones de gran precisión. Una sonrisa asomó por el rostro, siempre circunspecto, del ayudante de la Muerte, que puso en marcha hacia donde habitaba el eremita. De nuevo, éste, con su tercer ojo altamente desarrollado y perceptivo, intuyó que se aproximaba el mandado de la parca. En unos instantes, reprodujo el truco anterior y recreó treinta y nueve formas exactas a la suya. El emisario de la muerte se encontró con cuarenta cuerpos idénticos. Siguiendo las instrucciones de Yama, su señor, exclamó:
Muy bien, muy bien. ¡Qué gran proeza!— Y tras un breve silencio, agregó:—aunque… sin duda, has cometido un pequeño error. Entonces el ermitaño, herido en su orgullo, se apresuró a preguntar:
 —¿Y cuál es ese error?
Así fue como el mensajero del Señor de la Muerte pudo atrapar el cuerpo real del eremita y conducirlo sin demora a las tenebrosas moradas de la muerte.
El Maestro concluye: «El ego abre el camino hacia la muerte y nos obliga a vivir de espaldas a la realidad de nuestra esencia, nuestro verdadero Ser. Sin ego eres el que jamás has dejado de ser».

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