Quiero compartirles una historia de águilas que escuché no hace mucho en uno de tantos lugares por donde luego me hallo y, no me refiero al tristísimo equipo amarillo de futbol soccer mexicano, pues aunque podría resultar interesante hacer una dura crítica de los deportes en México, no es el propósito de lo que les escribo hoy. Más bien, quiero que lean esta historia que seguramente les dejará algo; de lo otro les recomiendo un noticiero deportido o algún periódico barato que venden en las estaciones del metro de la Ciudad de México.
Pues bien, esta es la historia de un par de águilas: el papá y el hijo. Cuando creció el hijo águila, su padre le dijo: “Hijo mío, no todos nacen con alas y si bien es cierto que no tienes obligación de volar, opino que sería penoso que te limitaras a caminar teniendo las alas que el buen Universo te ha dado.” Pero yo no se volar –le contestó el hijo–. Ven –dijo el padre–, lo agarró y lo llevó al borde del abismo de una montaña. ¿Ves hijo? Este es el vacío, cuando quieras podrás volar. Sólo debes pararte aquí, volar profundo y saltar al abismo. Una vez en el aire soltarás las alas y volarás. El hijo dudó. ¿Y si me caigo? –Preguntó el hijo–. Aunque te caigas, no morirás. Sólo algunos machucones que te harán más fuerte para el próximo intento –contestó el padre–.
El hijo volvió al pueblo con sus amigos, sus compañeros con los que había caminado toda su corta vida y que habían crecido juntos. Los más pequeños (de mente, pensémoslo así) le dijeron ¡¿Estas loco?! ¿Para qué vas a hacer eso? ¡Tu papá está delirando¡ ¿Qué vas a buscar volando? ¿Por qué no te dejas de tonterías? Y además, ¿quién necesita volar? –Le decían sus “amigos”. Los más inteligentes también sentían miedo y comenzaron a preguntarle ¿será cierto? ¿Por qué no empiezas poco a poco y despacio? Dile a tu papá que lo piense bien, ¿estará diciendo la verdad? En todo caso, prueba a tirarte desde una escalera, no desde el abismo o desde la copa de un árbol pero, ¿desde la cima de la montaña? No, eso es peligroso y muy arriesgado.
Aquel joven plumífero escuchó el consejo de quienes lo querían, supuestamente. Subió a la copa del árbol y con coraje saltó. Desplegó las alas, las agitó en el aire con todas sus fuerzas pero igual se precipitó a Tierra. Con un gran “chichón” en la frente se encontró a su padre. ¡Me mentiste, no puedo volar! ¿Cómo siendo tú mi padre me hiciste eso? Probé y mira el golpe que me dí. No soy como tú, mis alas sólo son de adorno –le reclamaba al padre– y comenzó a llorar. ¡Hijo! –Dijo el padre– para volar primero hay que crear el espacio de aire libre necesario para que se desplieguen las alas. Es como tirarse en paracaídas, necesitas de cierta altura antes de volar. Para aprender a volar hay que empezar corriendo siempre un riesgo. Si uno no quiere correr riesgos lo mejor es resignarse y seguir caminando para siempre o en todo caso saltar sólo desde las copas de los árboles.
Pues bien, esta es la historia de un par de águilas: el papá y el hijo. Cuando creció el hijo águila, su padre le dijo: “Hijo mío, no todos nacen con alas y si bien es cierto que no tienes obligación de volar, opino que sería penoso que te limitaras a caminar teniendo las alas que el buen Universo te ha dado.” Pero yo no se volar –le contestó el hijo–. Ven –dijo el padre–, lo agarró y lo llevó al borde del abismo de una montaña. ¿Ves hijo? Este es el vacío, cuando quieras podrás volar. Sólo debes pararte aquí, volar profundo y saltar al abismo. Una vez en el aire soltarás las alas y volarás. El hijo dudó. ¿Y si me caigo? –Preguntó el hijo–. Aunque te caigas, no morirás. Sólo algunos machucones que te harán más fuerte para el próximo intento –contestó el padre–.
El hijo volvió al pueblo con sus amigos, sus compañeros con los que había caminado toda su corta vida y que habían crecido juntos. Los más pequeños (de mente, pensémoslo así) le dijeron ¡¿Estas loco?! ¿Para qué vas a hacer eso? ¡Tu papá está delirando¡ ¿Qué vas a buscar volando? ¿Por qué no te dejas de tonterías? Y además, ¿quién necesita volar? –Le decían sus “amigos”. Los más inteligentes también sentían miedo y comenzaron a preguntarle ¿será cierto? ¿Por qué no empiezas poco a poco y despacio? Dile a tu papá que lo piense bien, ¿estará diciendo la verdad? En todo caso, prueba a tirarte desde una escalera, no desde el abismo o desde la copa de un árbol pero, ¿desde la cima de la montaña? No, eso es peligroso y muy arriesgado.
Aquel joven plumífero escuchó el consejo de quienes lo querían, supuestamente. Subió a la copa del árbol y con coraje saltó. Desplegó las alas, las agitó en el aire con todas sus fuerzas pero igual se precipitó a Tierra. Con un gran “chichón” en la frente se encontró a su padre. ¡Me mentiste, no puedo volar! ¿Cómo siendo tú mi padre me hiciste eso? Probé y mira el golpe que me dí. No soy como tú, mis alas sólo son de adorno –le reclamaba al padre– y comenzó a llorar. ¡Hijo! –Dijo el padre– para volar primero hay que crear el espacio de aire libre necesario para que se desplieguen las alas. Es como tirarse en paracaídas, necesitas de cierta altura antes de volar. Para aprender a volar hay que empezar corriendo siempre un riesgo. Si uno no quiere correr riesgos lo mejor es resignarse y seguir caminando para siempre o en todo caso saltar sólo desde las copas de los árboles.